Manuel Pardo y Lavalle
- Nombre: Manuel Justo Pardo y Lavalle
- Periodo de presidente: 1872 – 1876
Manuel Pardo y Lavalle nació en Lima, 9 de agosto de 1834, fue un economista y político peruano que ocupó la alcaldía de Lima en el período de 1869 a 1870, y la presidencia del Perú en el período constitucional de 1872 a 1876, siendo el primer presidente civil constitucional de la historia republicana.
Creó el Partido Civil, con el cual ganó las elecciones en 1872 y debía asumir el cargo el 2 de agosto. Sin embargo, unos días antes, un grupo de militares liderados por los hermanos Gutiérrez trató de impedir que Pardo tome pose de la presidencia.
Para lograr sus fines, los hermanos Gutiérrez apresaron y asesinaron al presidente saliente José Balta y Montero, pero esto hizo estallar una rebelión popular que terminó con la muerte de los Gutiérrez. Manuel Pardo y Lavalle pudo finalmente asumir el poder, convirtiéndose en el primer civil en acceder a la presidencia del Perú.
El gobierno de Manuel Pardo y Lavalle se propuso la modernización de la educación y la profesionalización de las fuerzas armadas, sin embargo, muchos de sus proyectos se truncaron debido a la crisis económica peruana generada por el agotamiento del guano de las islas.
El presidente Manuel Pardo y Lavalle terminó sin problemas su período presidencial y entregó el cargo al presidente Mariano Ignacio Prado.
Resumen
Primer Presidente Constitucional Civil del Perú (1872-1876)
Manuel Pardo y Lavalle fue el Primer Presidente Civil del Perú elegido constitucionalmente por la voluntad popular. Anteriormente, ya habían habido gobernantes republicanos civiles (como Manuel Menéndez, Justo Figuerola y Domingo Elías), pero solo en calidad de provisorios o interinos, sin mediar elección popular. El primer civil en postular a la presidencia fue precisamente Domingo Elías, en 1850, el mismo que fundara el Club Progresista, considerado como un antecedente del Partido Civil. Elías perdió entonces las elecciones, que ganó el general Echenique.
Intento de asesinato de 1874
La libertad de prensa fue amplia durante el gobierno de Manuel Pardo y Lavalle y en varias ocasiones se desbordó. El 15 de agosto de 1874, el periódico satírico La Mascarada publicó una caricatura que cubría una página entera y estaba iluminada a todo color. Se titulaba «El último día de César» y subtitulada «La historia es un espejo donde la humanidad halla consejo». En ella se ve al Presidente Manuel Pardo y Lavalle representando de Julio César e ingresando al Senado, rodeado de su gabinete y de otros personajes, todos ellos vestidos con togas a la usanza romana. Hacia la izquierda del pórtico senatorial, se ve un pedestal donde se yergue la estatua del General Mariano Ignacio Prado (representando a Pompeyo), y delante de ella, está un misterioso personaje, que, representando a Marco Junio Bruto (el asesino de César), aguarda la ocasión de infligir la puñalada asesina, instigado por otro (con la fisonomía de Piérola). En la parte superior revolotea una bandada de supuestos ángeles, pero que vistos de cerca asemejan a gallinazos, y representan a José Balta y Tomás Gutiérrez. La composición gráfica era altamente simbólica. Si bien la intención de la caricatura era jocosa o festiva, terminó siendo considerada macabra y premonitoria. Una semana después de su publicación, Pardo sufrió un atentado en plena vía pública, de manos del capitán del ejército Juan Boza, quien disparó sobre el mandatario varios tiros de revólver, sin que ninguno diera en el blanco. El mismo Pardo hizo frente a su agresor, gritándole «asesino» e «infame» y desviando con su bastón el arma de fuego (22 de agosto de 1874). Un grupo de hombres que acompañaban a Boza, y que al parecer eran cómplices suyos, huyeron haciendo disparos al aire. Este atentado ocurrió cuando Pardo atravesaba a pie la esquina de la calle Palacio al portal de Escribanos. Como consecuencia de ello, el editor de La Mascarada y el caricaturista fueron encarcelados, acusados de incitar a la rebelión y al homicidio.
Asesinato de Manuel Pardo y Lavalle
El asesinato de Manuel Pardo y Lavalle sucedió entre las 2 y 3 de la tarde del sábado 16 de noviembre de 1878, cuando ejercía la presidencia del Senado, cuatro años después del primer atentado que sufriera cuando era Presidente Constitucional del Perú. Por macabra coincidencia, fue asesinado cuando ingresaba al recinto del Senado, tal como lo había vaticinado años antes la caricatura de La Mascarada.
El escritor Fernando Ayllón Dulanto, en su obra «El Museo del Perú: Historia del Museo del Congreso y de la Inquisición», había escrito, que el Presidente del Senado Manuel Pardo y Lavalle presagiando su muerte, le había afirmado en una carta a Benjamín Vicuña Mackenna historiador y prominiente político chileno amigo personal de Pardo: «Yo no le temo a la muerte sino a la forma de morir. Porque desaparecer de la escena de la vida ahogado por una membrana, con el pescuezo roto por un eslabón del caballo, en un tren desrielado y cubierto de aceite y de carbón, es algo que ciertamente no me gustaría. Pero morir en su puesto, cumpliendo dignamente su deber, sirviendo a su país, eso ya es otra cosa y eso no me espanta».
Dos días antes, el 14 de noviembre, Pardo pronunció en el Senado un discurso sobre el proyecto relativo a la amortización de los billetes fiscales. El día 15 continuó ocupándose del mismo asunto. Ambos discursos debían publicarse en El Comercio, por lo que el día 16 (el día fatídico) fue a la imprenta de dicho diario, donde revisó las pruebas del texto, hasta las dos de la tarde. Terminada esta labor, se dirigió en coche a la puerta del Congreso. Lo acompañaban los señores Manuel María Rivas y Adán Melgar. A la entrada, la guardia del batallón Pichincha le presentó armas y Pardo hizo un gesto para que cesaran los honores. Luego ingresó al primer patio del Congreso, cuando de pronto, uno de los integrantes de dicho batallón, el sargento Melchor Montoya (que a diferencia de sus compañeros, todavía tenía su arma alzada) le disparó, gritando «Viva el pueblo». La bala rozó la mano izquierda del señor Rivas, penetró en el pulmón izquierdo de Manuel Pardo y Lavalle y salió a la altura de la clavícula. Mientras la guardia permaneció impasible, el señor Melgar se lanzó en persecución del asesino, que huyó hacia la Plaza de la Inquisición, siendo finalmente apresado por el sargento Juan Vellods.
Mientras tanto, el ex presidente herido era llevado al segundo patio del Senado, donde se le recostó sobre las baldosas de mármol (la cámara de senadores estaba, en el siglo XIX, en el actual local del Museo de la Inquisición). En unos instantes, llegaron más de doce médicos, pero la herida de Pardo era mortal; la hemorragia era casi generalizada. Su hijo primogénito, Felipe Pardo y Barreda, avisado del suceso, acudió al Senado acompañado con un grupo de civilistas. Conscientes que la herida era mortal, se llamó a un sacerdote para que le administrara la extremaunción.
Manuel Pardo y Lavalle, agonizante, preguntó quién había sido el asesino. Al saber que se trataba de un sargento, dijo «perdono a todos»; también llegó a decir «mi familia», «debo mucho», «me ahogo». El padre dominico Caballero fue su último confesor. A las 3 de la tarde, exhaló su último aliento. El presbítero González La Rosa cerró sus ojos. El presidente Prado, al enterarse de lo ocurrido, salió a pie de Palacio y tomó luego un coche de alquiler para llegar más rápido al Senado. Exclamó: «¡Vergüenza!» y, al referirse al asesino, dijo: «¿Y por qué todavía vive ese miserable?».
En el asesinato de Manuel Pardo y Lavalle nada tuvo que ver el gobierno de entonces. Acabamos de mencionar la ira que produjo en el presidente Prado la noticia del execrable crimen; también quedaron fuera de toda sospecha Nicolás de Piérola y sus seguidores, conocidos enemigos políticos del fundador del Partido Civil, quienes inicialmente fueron sindicados como los autores intelectuales del crimen.
Manuel Pardo y Lavalle fue enterrado en el Mausoleo Privado de la Familia Pardo en el Cementerio General de Lima.
En el juicio seguido, se determinó que el sargento Melchor Montoya, joven de 22 años, había planeado el crimen con otros tres sargentos del batallón Pichincha, cuyos nombres eran Elías Álvarez, Armando Garay y Alfredo Decourt. El motivo fue que en el Congreso se discutía una ley sobre ascensos que les hubiera impedido su promoción a la clase de oficial y convinieron hacer una rebelión sublevando a su batallón y asesinando al presidente del Senado, a quien consideraban autor del proyecto. El siguiente paso del plan era salir a las calles con las tropas, armar barricadas y esperar el apoyo del pueblo. Urdieron pues, con todo detalle el asesinato, tal como ellos mismos confesaron. Montoya fue fusilado el 22 de septiembre de 1880 a las 5 de la madrugada. Por entonces gobernaba Piérola, en los días luctuosos de la guerra con Chile.
Modesto Molina, escritor tacneño, y testigo presencial del crimen, describió así al asesino:
Montoya, cuyo lugar de nacimiento ignoro, es un hombre como de veintiséis años: cholo claro, bajo de cuerpo, un poco grueso y de facciones grotescas. Sus ojos son pequeños y abotagados y en ellos se ve una mirada siniestra. Los pómulos de la cara revelan al hombre vulgar y de instintos depravados y los labios están desprovistos de barba.
Consecuencias del asesinato
La muerte de Manuel Pardo y Lavalle provocó sorpresa, indignación, cólera y desesperación en todo el país. Además, dejó sin cabeza al Partido Civil, pero también, para muchos, la Nación toda perdía a un líder de gran peso e influencia social, del que se esperaba que fuera nuevamente candidato a la presidencia en las elecciones de 1880, y cuyo triunfo se daba por descontado. «La Patria está en peligro», dijo uno de los editoriales de El Comercio. Como si esto fuera poco, solo meses más tarde estallaba la guerra con Chile, momento crítico en que haría falta en el Perú la capacidad y la experiencia política de un estadista como Pardo, capaz de lograr la unidad nacional para hacer frente a un reto de tal magnitud. Un observador neutral, como el historiador italiano Tomás Caivano escribió al respecto:
El asesinato de Manuel Pardo y Lavalle, podemos decirlo con toda seguridad, sobre todo en consideración a las circunstancias y el momento en que tuvo lugar, fue algo más que el asesinato de un hombre: fue el asesinato del Perú.
Otros, más osados, creen que Manuel Pardo y Lavalle habría evitado el estallido de la Guerra del Pacífico. En todo caso, es notorio que el Perú, como si se tratase de una maldición, perdía a su líder más importante, justo en vísperas de la guerra más desastrosa de su historia republicana.
Para su partido político, a la larga, su prematura desaparición fue institucionalmente «beneficiosa»: la muerte del líder fundador obligó al Partido Civil prescindir de un caudillo y pasar a tener una dirigencia colegiada; de esta forma el Partido Civil se convirtió en la única agrupación política no «caudillista» en la historia del Perú.
Su actuación pública, recta aunque discutida, su ilustración intelectual y las circunstancias de su muerte, convirtieron a Manuel Pardo y Lavalle rápidamente en una suerte de mártir civil. «El mejor de nuestros hombres públicos» lo llamó J. M. Rodríguez en su Libro de Estudios Económicos y Financieros publicada en el año 1895, al hacer un Balance de la República. Incluso, el célebre Manuel González Prada, que era feroz crítico de los civilistas, lo trata con respeto. Fue el líder que al país le hizo falta con ocasión de la guerra con Chile, suele insistirse. Otros lo consideran un hombre que llegó tarde al poder, cuando el dinero del guano se acababa o era consumido por una enorme deuda exterior.